7
de Abril. Mi mente
codifica la imagen de mi cuerpo apurándose por llegar temprano a la hora de
visita. Cogiendo lo primero que estaba cerca. El peinado típico cola de
caballo. Los papelitos para anotar el nombre de nuevos doctores. El esquema del
diagnostico médico.
Después, yo en un taxi. Resumiendo
todas las cosas que tenía que contarle a mi papá. Solo eran 10 minutos de
visita. Él estaba en cuidados intensivos. Las personas eran muy ordenas y
serias. Se corre el rumor, que la zona estaba hecha para pacientes graves.
Nunca sentí que mi cuerpo se desvanecía
tanto como cuando esperando que me llamen como familiar para poder entrar a ver
a mi papá, no lo hicieron. Mis ojos querían explotar. Mi cuerpo temblaba y no
sabía si acercarme al señor vigilante. Mi tía estaba conmigo, ella lo hizo. Nos
dijeron que habían dado orden que esperemos abajo. Y así fue. Esperamos 20
minutos. Ya había terminado la hora de visita. Ya salían los familiares de los
otros pacientes. Con una pena punzante me acercaba a algunos y les preguntaba
si había algún movimiento fuera de normal en el ambiente y me decían que no,
que todo estaba tranquilo.
A los 10 minutos nos llamaron y nos
pidieron que ingresáramos. Cada escalera fue subida en tiempo record. En cada
escalera dejaba cada latido acelerado. El aire en el pecho. Nunca me sentí tan
nerviosa. Temía lo peor.
Y no solo lo temí. Lo fue. La doctora
de un modo peculiar nos explico que mi papá había hecho paro cardiaco pero que se
había repuesto. Nos sugirió que entremos hablarle pero que tengamos la idea que
era muy posible que no sobreviva. Definidamente para mi todo era una película de
terror. Quería desaparecer. No quería ingresar. Tenía miedo que sea la última vez.
El ultimo beso en la frente. La ultima acariciada de mano.
Pero prometí siempre estar con el,
hasta el último. Y así fue. Entré y lo vi. No entendía como de pronto la vida
lo había colocado en esa camilla. Como me lo estaba arrancando. Sin saber en
aquel entonces que lo ultimo que se pierde al momento de morir es el oído, y el
aun respirando, intente hablarle. Pese a mis tembladeras le conté lo que tenía
planeado contarle en el día. Le di un beso y le dije que todo estaba bien. Que
ya pronto nos iríamos a casa.
Me pidieron que salga y salí para
siempre. Mi papá pocos minutos después murió. Lo que sentí en ese momento fue
indescriptible. El estado shock. La negación. El dolor en el pecho. En el
cuerpo. Sentir tu corazón latiendo cada vez mas rápido y cada ves mas lento.
Al día siguiente tuve que enfrentarme
con los pésames. Con la gente en casa. Con los adornos de velorio. Con la música
triste. Con los llantos. Con las pastillas para dormir. Con el miedo. Con las
velas. Con mi sonrisa fingida.
No puedo llorar en público.
Definitivamente mi organismo se ha creado para eso. Siempre mi papá me enseño a
intentar ser fuerte y valiente. Desde pequeña. A todas las personas que
llegaban a casa les sonreía e intentaba que me hagan acordar algún anécdota con
el. Sentía que el llanto me alejaba de mi papá. Que la risa y los momentos aun
me hacían sentirlo cerca. Me internalizaba la pena. Lloraba escondida en las
habitaciones. En los baños. Rompía cosas en la azotea, sin que nadie se de
cuenta.
Pasó el tiempo. Luego llegó mi
preciosa Madia. El regalo perfecto. Mi ayuda incondicional. El escape al
momento interminable y oscuro.
Siempre he evitado hablar del tema.
Contar la historia. Y desde hace mucho llevo evitando acordarme de él porque he
descubierto que duele más de lo que uno puede imaginar. Cada segundo de recuerdo,
es un dolor abrumante. Que te detiene la respiración. Te tumba.
Conflictos de emociones. Miedos aun
insuperados. Noches de llantos desesperados. Tardes en la puerta del cementerio,
sin poder ingresar. Días cerca de navidad que me hacen extrañarlo más que
nunca. Días que comienzan con el dibujo de su cara en mi mente. Su cara de ángel.
La que nunca podré olvidar. La que algún día volveré a encontrar.