lunes, julio 11

Nadie sabe

Cuatro de la tarde. Me despierto luego de una siesta profunda producto de mi habichuelita. Me ducho. Me seco el cabello. Me pongo algo, flojo. Mis botas, cómodas. Me hago un moño y me voy de compras. Diana me cuenta que la mamá de una amiga falleció. Siento esa presión en el pecho. Me siento decaída. Disimulo. Compramos ropa. Comemos hamburguesas. Hablamos de porongos. De su porongo. Reímos.

Ocho de la noche. Llego a mi casa. No puedo evitarlo como de nuevo. Prendo la laptop. La empolvada. Entro a facebook. Veo los comentarios de pésame para aquella amiga. Me incomodo. Me entran recuerdos fugaces. Siento que mi estomago se enfría. Ella se mueve de pronto. Me recuera que debo estar más relajada. Me recuerda que nuestro chico favorito, el único, va llegar en una hora. Me pongo algo bonita.

Diez de la noche. Lo veo. Se me olvida todo. Lo beso. Vamos a ver una película que me hace dormir de vez de rato en rato. Ella aprovecha los ruidos fuertes y hace piruetas fetales. Regresamos a echarnos y dormir un poco. Le saco una cajita. Una cajita llena de cartas. Entre las tantas que guardo, estaba un sobre. Ese sobre tenía las cartas mas preciosas y las cartas que eran el mejor tesoro que yo había encontrado. Se las enseño. Eran cartas de papá. Leo partes. El lagrimea. Le cuento que en todas firma como autentico y único mejor amigo. Le cuento y leo que me dice que tome leche. Que pese a que algunas de ellas son sermones, siempre dice que me quiere, que me cuide, que el también me necesita.

Me siento orgullosa. Quisiera que las cartas tomen forma. Lo abrazo. No digo nada. No dice nada.

Tres de la madrugada. Me levanto como todas las noches, a ese deber primordial de madrugada, hacer pipi. Bajo a tomar agua. Me quedo paralizada en la sala. Me siento. Me acuerdo de papá. Son cosas inevitables. No puedo dejar de extrañarlo. Me acuerdo de mi amiga. Me imagino lo que debe estar pasando. Me siento mal.

Tres y media de la madrugada. Voy con tass, mi fiel amigo. Me siento un rato y le cuento, le cuento lo que no he querido contar en tres meses. Como fue. Como fue que mi papá se volvió invisible. Tass me mira, me trae su pelota, la suelta. Se da cuenta que no tengo ganas. Se echa a mi lado. Se hace el dormido.

Nueve de la mañana. Me despierto. Tomo leche. Me duele la lengua. Veo la foto de mis abuelos. Busco la foto de mi papá. Intento oler el pañuelo. Robarle hasta el último aroma. Pienso, de nuevo, que nadie sabe. Nadie sabe lo importante que pueden ser nuestros papas en nuestras vidas. Nos centramos en otras cosas. En chicos. En juergas. En esas reuniones fatales que nos dan resaca crónica. Nos fijamos en todo, menos en ellos. Porque pensamos que ellos son para siempre. Pensamos en la muerte como algo lejano. Algo que corresponde a las personas de ochenta o noventa años. Pensamos en la muerte como algo ajeno. Como algo que le pasa a muchos, pero no a uno. O a ellos. O el. “Vive como si fuera el último día de tu vida”, estamos cansados de escuchar la frase. No la tomamos en cuenta. Da igual.

Ahora yo, sumergida en este lío de filosofía sobre la muerte, la vida y las ausencias, me doy cuenta que el tiempo que me queda es poquitísimo. Pese a que con suerte muera de acá a unos cuarenta años, no van ser suficientes para mi hija cuando nazca. Como no fueron suficientes los veinte años que viví para demostrarle a papá que fue el mejor, el mejor de todos.

Tres de tarde. Va ser difícil que alguien lo entienda. Nadie, que no pase por lo mismo, lo va entender. Porque así somos los seré humanos. Solo aprendemos por experiencias. Solo aprendemos luego de equivocarnos. No solemos tomar precauciones. Con nadie, o peor aun, por nadie.

viernes, julio 8

Los aromas

Hay ausencias que nunca terminan de llenarse. Por nada, por nadie. Nunca terminan de apretarte el pecho y hacer que, en el lugar donde te encuentres, te muerdas los labios. y sin que sangren, te duelan. O esa ausencia, que te hace temblar y coger un pañuelo. Abrazarlo, como a tu peluche favorito. Desear que ese aroma, ese que se fundió por la tela, se haga realidad. Que abras tus ojos y veas a la persona que era portador del olor. De ese olor, que es un aroma, un aroma que nunca se va.

A tu memoria.